
Por: Edison Lasso
Él tenía cinco años de existencia y yo apenas cinco de experiencia, Pedro José se llamaba, y era, en ese tiempo apenas lo sabía, lo que hoy la postmodernidad inventó bajo uno de los colores de la rosa cromática.
No era malo, ningún niño puede serlo, pero era inquieto, ocurrido y conocía mejor que ninguno de sus compañeros, y creo yo, mejor que muchos de nosotros, el funcionamiento de una computadora, no le gustaban los cuentos y prefería navegar en Internet o jugar con el teléfono celular que recibió en Navidad.
Estuvo poco tiempo en la escuela, pero bastó para que, en las pocas oportunidades que tuvo de salir de clases, observe a un personaje extraño de pelo largo que se pasaba todo el tiempo leyendo un libro para sí, o entonando la lectura para sus estudiantes, motivo por el cual lo bautizó, me bautizó, como “el profe que no hace nada”.
Ahora bien, ¿de donde saca un niño de cinco años la idea de que leer es igual a no hacer nada?
Lo cierto es que los docentes no recibimos páginas en blanco, pues todos llegamos al aula de clases con una serie de experiencias e ideas preconcebidas que no necesariamente son consecuencia de un aprendizaje formal, sino mas bien son el resultado de un sistema de inferencias a partir del cual aprehendemos los símbolos y las funciones que estructuran nuestra sociedad.
Con esto estoy diciendo que existe el sentido común y que no creo probable que alguien decida, un día, sentarse a explicarle a un niño que la lectura no sirve para nada, esto es algo que nadie explica, pero muchos enseñan.
Al respecto, del mismo modo que el antropólogo Pascal Boyer ejemplifica la noción que la modernidad tiene hacia las ciencias sociales, haré con la formación de lectores, si digo: “mi trabajo consiste en aplicar ecuaciones diferenciales para predecir la resistencia de un puente”, a la personas les parecerá un trabajo complejo y que requiere mucha preparación y esfuerzo; en cambio, si digo “mi trabajo consiste en diseñar y aplicar estrategias lúdicas para enseñar a los niños a amar la lectura” a muy pocos les parecerá un trabajo difícil.
Y es que la lectura, al ser una actividad sin un valor de cambio, “aparentemente”; a diferencia de la pintura, la escultura o la música, a las cuales está ligado un capital tangible o simbólico evidente que transmite un goce estético inmediato, solo puede transmitirse con el ejemplo o bloquearse con un contraejemplo, como seguramente ocurrió con Pedro José.
Que en la lectura nadie reconozca un valor de cambio se debe ha que por mucho tiempo ha sido abordada bajo la perspectiva de un currículo que privilegia un aprendizaje frío, memorista y evanescente de las cosas.
Preguntémonos, por ejemplo, ¿para qué se enseña física a los estudiantes?, ¿para qué historia o literatura? Cada materia debe ser expuesta como una herramienta que nos ayude a entender la realidad; la enseñanza de un disciplina, persé, no tiene sentido, la física pierde su rumbo si no buscamos que nuestros estudiantes aprendan a prever acontecimientos y a ver el mundo como materia en constante movimiento y transformación gracias a diferentes fuerzas involucradas; asimismo, la historia debe dar el bagaje de conocimientos necesarios para empatar en forma armónica el tiempo con el espacio y los hechos; la lectura, en cambio, debe tener una visión hermenéutica y hacer un poco de todo esto.
Pensemos que las horas semanales en las que asistimos a un aula de clases no deben seguirse como lo indican las recetas escritas en esos objetos que cumplen una doble función: pesadas tablas de piedra durante el año lectivo y pelotas o potenciales aviones de papel al final de él, y que, si asistimos a un aula no es para perpetuar el crimen, sino para responder a esa naturaleza vegetal que Mircea Eliade supo descubrir en los seres humanos, y por la cual cumplimos nuestros ritos o actividades en forma cíclica, constante, pero como un acto de reflexión y construcción mutua; lo cual, demás está decir, dista mucho de esa visión rutinaria, repetitiva y angustiante con que Nietzsche definía el infierno y que, disculpen la tristeza, nos ha llevado a mal entender nuestra profesión.
De la abundancia del corazón habla la boca, reza un pasaje de ese bellísimo libro de sabiduría que, para nuestra discusión, podemos entenderlo como la preparación o lectura diaria que debemos hacer y descubrir para transmitirla a los demás.
Todo esto significa que, en efecto, no se puede, o al menos no se ha conseguido, formar maestros lectores, sino veamos los programas y libros de literatura que, durante varias décadas, le han dado la razón a Pierre Bourdieu, pues el sistema nos ha dado determinadas funciones para reproducir los mismos paradigmas.
¿Qué hacer entonces? Lo que dice Roberto Juarroz es una excelente opción, seamos un grano de polvo de luz rompiendo el engranaje de las repeticiones, reconozcamos que: “El objetivo del proceso educativo… no es cubrir el currículo sino revelarlo… es activar el interés por algo con la fuerza suficiente para motivar a los estudiantes para profundizar en él fuera del espacio formal de enseñanza” (Eisner, 140).
Nuestro grano
La realización de juegos a través de la lectura es otra obligación. Escojamos un poema, llevemos un sombrero (ojalá de mago) y dentro de él guardemos varios papelitos enrollados que los chicos sacarán al azar para descubrir y leer frente a toda la clase el poema tal como dice alguno de ellos “sin pronunciar la letra m”, “en lugar de la letra s hacer un movimiento de cadera” etc.
Probemos con proyectos libres en lugar de los clásicos resúmenes que se pueden bajar de Internet, que cada estudiante elija hacer un trabajo manual, cualquiera que sea, de su libro, y lo exponga al resto de sus compañeros, guardemos entonces algunos de ellos para mostrarlos en otros cursos como material didáctico, y ya verán el resultado…
Bibliografía
Bourdieu, Pierre y Passeron, Claude. La reproducción. Editorial Popular, 2001.
Boyer, Pascal, ¿Por qué tenemos religión? Editorial Taurus, S.A., 2002
Eisner, Elliot. El arte y la creación de la mente. Editorial Paidos, 2005
Más ideas en:
http://www.juegosdepalabras.com/
http://www.wordsatplay.com/
Él tenía cinco años de existencia y yo apenas cinco de experiencia, Pedro José se llamaba, y era, en ese tiempo apenas lo sabía, lo que hoy la postmodernidad inventó bajo uno de los colores de la rosa cromática.
No era malo, ningún niño puede serlo, pero era inquieto, ocurrido y conocía mejor que ninguno de sus compañeros, y creo yo, mejor que muchos de nosotros, el funcionamiento de una computadora, no le gustaban los cuentos y prefería navegar en Internet o jugar con el teléfono celular que recibió en Navidad.
Estuvo poco tiempo en la escuela, pero bastó para que, en las pocas oportunidades que tuvo de salir de clases, observe a un personaje extraño de pelo largo que se pasaba todo el tiempo leyendo un libro para sí, o entonando la lectura para sus estudiantes, motivo por el cual lo bautizó, me bautizó, como “el profe que no hace nada”.
Ahora bien, ¿de donde saca un niño de cinco años la idea de que leer es igual a no hacer nada?
Lo cierto es que los docentes no recibimos páginas en blanco, pues todos llegamos al aula de clases con una serie de experiencias e ideas preconcebidas que no necesariamente son consecuencia de un aprendizaje formal, sino mas bien son el resultado de un sistema de inferencias a partir del cual aprehendemos los símbolos y las funciones que estructuran nuestra sociedad.
Con esto estoy diciendo que existe el sentido común y que no creo probable que alguien decida, un día, sentarse a explicarle a un niño que la lectura no sirve para nada, esto es algo que nadie explica, pero muchos enseñan.
Al respecto, del mismo modo que el antropólogo Pascal Boyer ejemplifica la noción que la modernidad tiene hacia las ciencias sociales, haré con la formación de lectores, si digo: “mi trabajo consiste en aplicar ecuaciones diferenciales para predecir la resistencia de un puente”, a la personas les parecerá un trabajo complejo y que requiere mucha preparación y esfuerzo; en cambio, si digo “mi trabajo consiste en diseñar y aplicar estrategias lúdicas para enseñar a los niños a amar la lectura” a muy pocos les parecerá un trabajo difícil.
Y es que la lectura, al ser una actividad sin un valor de cambio, “aparentemente”; a diferencia de la pintura, la escultura o la música, a las cuales está ligado un capital tangible o simbólico evidente que transmite un goce estético inmediato, solo puede transmitirse con el ejemplo o bloquearse con un contraejemplo, como seguramente ocurrió con Pedro José.
Que en la lectura nadie reconozca un valor de cambio se debe ha que por mucho tiempo ha sido abordada bajo la perspectiva de un currículo que privilegia un aprendizaje frío, memorista y evanescente de las cosas.
Preguntémonos, por ejemplo, ¿para qué se enseña física a los estudiantes?, ¿para qué historia o literatura? Cada materia debe ser expuesta como una herramienta que nos ayude a entender la realidad; la enseñanza de un disciplina, persé, no tiene sentido, la física pierde su rumbo si no buscamos que nuestros estudiantes aprendan a prever acontecimientos y a ver el mundo como materia en constante movimiento y transformación gracias a diferentes fuerzas involucradas; asimismo, la historia debe dar el bagaje de conocimientos necesarios para empatar en forma armónica el tiempo con el espacio y los hechos; la lectura, en cambio, debe tener una visión hermenéutica y hacer un poco de todo esto.
Pensemos que las horas semanales en las que asistimos a un aula de clases no deben seguirse como lo indican las recetas escritas en esos objetos que cumplen una doble función: pesadas tablas de piedra durante el año lectivo y pelotas o potenciales aviones de papel al final de él, y que, si asistimos a un aula no es para perpetuar el crimen, sino para responder a esa naturaleza vegetal que Mircea Eliade supo descubrir en los seres humanos, y por la cual cumplimos nuestros ritos o actividades en forma cíclica, constante, pero como un acto de reflexión y construcción mutua; lo cual, demás está decir, dista mucho de esa visión rutinaria, repetitiva y angustiante con que Nietzsche definía el infierno y que, disculpen la tristeza, nos ha llevado a mal entender nuestra profesión.
De la abundancia del corazón habla la boca, reza un pasaje de ese bellísimo libro de sabiduría que, para nuestra discusión, podemos entenderlo como la preparación o lectura diaria que debemos hacer y descubrir para transmitirla a los demás.
Todo esto significa que, en efecto, no se puede, o al menos no se ha conseguido, formar maestros lectores, sino veamos los programas y libros de literatura que, durante varias décadas, le han dado la razón a Pierre Bourdieu, pues el sistema nos ha dado determinadas funciones para reproducir los mismos paradigmas.
¿Qué hacer entonces? Lo que dice Roberto Juarroz es una excelente opción, seamos un grano de polvo de luz rompiendo el engranaje de las repeticiones, reconozcamos que: “El objetivo del proceso educativo… no es cubrir el currículo sino revelarlo… es activar el interés por algo con la fuerza suficiente para motivar a los estudiantes para profundizar en él fuera del espacio formal de enseñanza” (Eisner, 140).
Nuestro grano
La realización de juegos a través de la lectura es otra obligación. Escojamos un poema, llevemos un sombrero (ojalá de mago) y dentro de él guardemos varios papelitos enrollados que los chicos sacarán al azar para descubrir y leer frente a toda la clase el poema tal como dice alguno de ellos “sin pronunciar la letra m”, “en lugar de la letra s hacer un movimiento de cadera” etc.
Probemos con proyectos libres en lugar de los clásicos resúmenes que se pueden bajar de Internet, que cada estudiante elija hacer un trabajo manual, cualquiera que sea, de su libro, y lo exponga al resto de sus compañeros, guardemos entonces algunos de ellos para mostrarlos en otros cursos como material didáctico, y ya verán el resultado…
Bibliografía
Bourdieu, Pierre y Passeron, Claude. La reproducción. Editorial Popular, 2001.
Boyer, Pascal, ¿Por qué tenemos religión? Editorial Taurus, S.A., 2002
Eisner, Elliot. El arte y la creación de la mente. Editorial Paidos, 2005
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